(Providence, Estados
Unidos, 20 de agosto de 1890 – ibídem, 15 de marzo de 1937)
Fue un escritor estadounidense,
autor de novelas y relatos de terror y ciencia ficción. Se le considera un gran
innovador del cuento de terror, al que aportó una mitología propia (los mitos
de Cthulhu), desarrollada en colaboración con otros autores y aún vigente. Su
obra constituye un clásico del horror cósmico, una corriente que se aparta de la temática
tradicional del terror sobrenatural (satanismo, fantasmas), incorporando elementos de ciencia ficción
(razas alienígenas, viajes en el tiempo, existencia de otras dimensiones).
Lovecraft cultivó asimismo la poesía, el ensayo y la literatura epistolar.
Si se estudian detenidamente sus historias se observará en ellas algo más
que los sueños escapistas de un anticuario caduco: enseguida encontramos datos
como el descubrimiento de Plutón, citado en El que susurra en la oscuridad (1930), o la entonces todavía
controvertida teoría de la deriva continental, en la novela En las montañas de la locura (1931). Y ahondando más, en la ficción más tardía, nos topamos repetida y
significativamente con Albert Einstein, Max Planck y Werner Heisenberg, y también las metáforas sobre el futuro
desarrollo estético, político y económico de la humanidad, que se transparentan
en las civilizaciones alienígenas que aparecen en La
tumba (1917), En las montañas de la locura (1931) y En la noche de los tiempos (1935).4
Por su parte, el novelista francés Michel
Houellebecq declaró: «Yo
descubrí a HPL a los dieciséis años gracias a un "amigo". Como
impacto, fue de los fuertes. No sabía que la literatura podía hacer eso.
Según la destacada escritora estadounidense Joyce Carol Oates, «la mística identificación de Lovecraft con sus
escenarios del Massachusetts rural y las antiguas colonias de Salem, Marblehead
y Providence, sugiere un Trascendentalismo paródico en el que el “espíritu”
reside en todas partes excepto, posiblemente, en los seres humanos». Lovecraft,
en suma, como ocurre con Edgar Allan Poe desde el siglo XIX, ha ejercido «una influencia incalculable sobre
sucesivas generaciones de escritores de ficción terrorífica». 5
El trabajo de Lovecraft ha sido agrupado en tres categorías por algunos críticos;
es de resaltar que aunque él mismo prefirió no referirse a estas, sí escribió
en alguna ocasión: «Existen mis obras poeanas y mis obras dunsanianas [pero] ¿dónde están mis obras lovecraftianas?».12
- Historias macabras (c. 1905–1920)
- Historias del Ciclo del Sueño (c. 1920–1927)
- Los Mitos de Cthulhu / Lovecraft (c. 1925–1935)
Otra inspiración provino de una fuente insospechada: los avances
científicos en áreas como la biología, astronomía, geología y física, que
reducían al ser humano a algo insignificante, impotente y condenado en un
universo mecánico y materialista, un pequeñísimo punto en la vastedad infinita
del cosmos.
Sus historias crearon uno de los elementos de mayor influencia en el género
del horror: el Necronomicón, el escrito secreto del árabe Abdul Alhazred. El impacto y la fortaleza del concepto del mito
ha llevado a algunos a concluir que basó su trabajo en mitos pre-existentes y
en creencias ocultistas. Ediciones apócrifas del Necronomicón también han sido
publicadas a través de los años.
Por otro lado, se ha dicho que su prosa es anticuada, y que usaba
vocabulario arcaico u ortografía en desuso, así como adjetivos de extraño uso (gibosa, ciclópeo, atávico) e intentos de transcribir dialectos, que
han sido calificados de imprecisos. Su trabajo, al ser Lovecraft un anglófilo,
está plasmado de un inglés británico utilizando comúnmente escritura
anacrónica.
El siguientes es uno
de los cuentos del autor
Arthur Jermyn [Cuento] H.P. Lovecraft
La vida es algo espantoso; y
desde el trasfondo de lo que conocemos de ella asoman indicios demoníacos que
la vuelven a veces infinitamente más espantosa. La ciencia, ya opresiva en sus
tremendas revelaciones, será quizá la que aniquile definitivamente nuestra
especie humana -si es que somos una especie aparte-; porque su reserva de
insospechados horrores jamás podrá ser abarcada por los cerebros mortales, en
caso de desatarse en el mundo. Si supiéramos qué somos, haríamos lo que hizo
Arthur Jermyn, que empapó sus ropas de petróleo y se prendió fuego una noche.
Nadie guardó sus restos carbonizados en una urna, ni le dedicó un monumento
funerario, ya que aparecieron ciertos documentos, y cierto objeto dentro de una
caja, que han hecho que los hombres prefieran olvidar. Algunos de los que lo
conocían niegan incluso que haya existido jamás.
Arthur Jermyn salió al páramo y
se prendió fuego después de ver el objeto de la caja, llegado de África. Fue
este objeto, y no su raro aspecto personal, lo que lo impulsó a quitarse la
vida. Son muchos los que no habrían soportado la existencia, de haber tenido
los extraños rasgos de Arthur Jermyn; pero él era poeta y hombre de ciencia, y
nunca le importó su aspecto físico. Llevaba el saber en la sangre; su
bisabuelo, el barón Robert Jermyn, había sido un antropólogo de renombre; y su
tatarabuelo, Wade Jermyn, uno de los primeros exploradores de la región del
Congo, y autor de diversos estudios eruditos sobre sus tribus animales, y
supuestas ruinas. Efectivamente, Wade estuvo dotado de un celo intelectual casi
rayano en la manía; su extravagante teoría sobre una civilización congoleña
blanca le granjeó sarcásticos ataques, cuando apareció su libro, Reflexiones
sobre las diversas partes de África. En 1765, este intrépido explorador fue
internado en un manicomio de Huntingdon.
Todos los Jermyn poseían un rasgo
de locura, y la gente se alegraba de que no fueran muchos. La estirpe carecía
de ramas, y Arthur fue el último vástago. De no haber sido así, no se sabe qué
habría podido ocurrir cuando llegó el objeto aquel. Los Jermyn jamás tuvieron
un aspecto completamente normal; había algo raro en ellos, aunque el caso de
Arthur fue el peor, y los viejos retratos de familia de la Casa Jermyn
anteriores a Wade mostraban rostros bastante bellos. Desde luego, la locura
empezó con Wade, cuyas extravagantes historias sobre África hacían a la vez las
delicias y el terror de sus nuevos amigos. Quedó reflejada en su colección de
trofeos y ejemplares, muy distintos de los que un hombre normal coleccionaría y
conservaría, y se manifestó de manera sorprendente en la reclusión oriental en
que tuvo a su esposa. Era, decía él, hija de un comerciante portugués al que
había conocido en África, y no compartía las costumbres inglesas. Se la había
traído, junto con un hijo pequeño nacido en África, al volver del segundo y más
largo de sus viajes; luego, ella lo acompañó en el tercero y último, del que no
regresó. Nadie la había visto de cerca, ni siquiera los criados, debido a su
carácter extraño y violento. Durante la breve estancia de esta mujer en la
mansión de los Jermyn, ocupó un ala remota y fue atendida tan sólo por su
marido. Wade fue, efectivamente, muy singular en sus atenciones para con la
familia; pues cuando regresó de África, no consintió que nadie atendiese a su
hijo, salvo una repugnante negra de Guinea. A su regreso, después de la muerte
de lady Jermyn, asumió él enteramente los cuidados del niño.
Pero fueron las palabras de Wade,
sobre todo cuando se encontraba bebido, las que hicieron suponer a sus amigos
que estaba loco. En una época de la razón como e! siglo XVIII, era una
temeridad que un hombre de ciencia hablara de visiones insensatas y paisajes
extraños bajo la luna del Congo; de gigantescas murallas y pilares de una
ciudad olvidada, en ruinas e invadida por la vegetación, y de húmedas y
secretas escalinatas que descendían interminablemente a la oscuridad de criptas
abismales y catacumbas inconcebibles. Especialmente, era una temeridad hablar
de forma delirante de los seres que poblaban tales lugares: criaturas mitad de
la jungla, mitad de esa ciudad antigua e impía... seres que el propio Plinio
habría descrito con escepticismo, y que pudieron surgir después de que los
grandes monos invadiesen la moribunda ciudad de las murallas y los pilares, de
las criptas y las misteriosas esculturas. Sin embargo, después de su último
viaje, Wade hablaba de esas cosas con estremecido y misterioso entusiasmo, casi
siempre después de su tercer vaso en el Knight’s Head, alardeando de lo que
había descubierto en la selva y de que había vivido entre ciertas ruinas
terribles que él sólo conocía. Y al final hablaba en tales términos de los
seres que allí vivían, que lo internaron en el manicomio. No manifestó gran
pesar cuando lo encerraron en la celda enrejada de Huntingdon, ya que su mente
funcionaba de forma extraña. A partir de! momento en que su hijo empezó a salir
de la infancia, le fue gustando cada vez menos el hogar, hasta que últimamente
parecía amedrentarlo. El Knight’s Head llegó a convertirse en su domicilio
habitual; y cuando lo encerraron, manifestó una vaga gratitud, como si para él
representase una protección. Tres años después, murió.
Philip, el hijo de Wade Jermyn,
fue una persona extraordinariamente rara. A pesar del gran parecido físico que
tenía con su padre, su aspecto y comportamiento eran en muchos detalles tan
toscos que todos acabaron por rehuirle. Aunque no heredó la locura como algunos
temían, era bastante torpe y propenso a periódicos accesos de violencia. De
estatura pequeña, poseía, sin embargo, una fuerza y una agilidad increíbles. A
los doce años de recibir su título se casó con la hija de su guardabosque,
persona que, según se decía, era de origen gitano; pero antes de nacer su hijo,
se alistó en la marina de guerra como simple marinero, lo que colmó la
repugnancia general que sus costumbres y su unión habían despertado. Al
terminar la guerra de América, se corrió el rumor de que iba de marinero en un
barco mercante que se dedicaba al comercio en África, habiendo ganado buena
reputación con sus proezas de fuerza y soltura para trepar, pero finalmente
desapareció una noche, cuando su barco se encontraba fondeado frente a la costa
del Congo.
Con el hijo de Philip Jermyn, la
ya reconocida peculiaridad familiar adoptó un sesgo extraño y fatal. Alto y
bastante agraciado, con una especie de misteriosa gracia oriental pese a sus
proporciones físicas un tanto singulares, Robert Jermyn inició una vida de
erudito e investigador. Fue el primero en estudiar científicamente la inmensa
colección de reliquias que su abuelo demente había traído de África, haciendo
célebre el apellido en el campo de la etnología y la exploración. En 1815,
Robert se casó con la hija del séptimo vizconde de Brightholme, con cuyo
matrimonio recibió la bendición de tres hijos, el mayor y el menor de los
cuales jamás fueron vistos públicamente a causa de sus deformidades físicas y
psíquicas. Abrumado por estas desventuras, el científico se refugió en su
trabajo, e hizo dos largas expediciones al interior de África. En 1849, su
segundo hijo, Nevil, persona especialmente repugnante que parecía combinar el
mal genio de Philip Jermyn y la hauteur de los Brightholme, se fugó con
una vulgar bailarina, aunque fue perdonado a su regreso, un año después. Volvió
a la mansión Jermyn, viudo, con un niño, Alfred, que sería con el tiempo padre
de Arthur Jermyn.
Decían sus amigos que fue esta
serie de desgracias lo que trastornó el juicio de Robert Jermyn; aunque
probablemente la culpa estaba tan sólo en ciertas tradiciones africanas. El
maduro científico había estado recopilando leyendas de las tribus onga,
próximas al territorio explorado por su abuelo y por él mismo, con la esperanza
de explicar de alguna forma las extravagantes historias de Wade sobre una
ciudad perdida, habitada por extrañas criaturas. Cierta coherencia en los
singulares escritos de su antepasado sugería que la imaginación del loco pudo
haber sido estimulada por los mitos nativos. El 19 de octubre de 1852, el
explorador Samuel Seaton visitó la mansión de los Jermyn llevando consigo un
manuscrito y notas recogidas entre los onga, convencido de que podían ser de
utilidad al etnólogo ciertas leyendas acerca de una ciudad gris de monos blancos
gobernada por un dios blanco. Durante su conversación, debió de proporcionarle
sin duda muchos detalles adicionales, cuya naturaleza jamás llegará a
conocerse, dada la espantosa serie de tragedias que sobrevinieron de repente.
Cuando Robert Jermyn salió de su biblioteca, dejó tras de sí el cuerpo
estrangulado del explorador; y antes de que consiguieran detenerlo, había
puesto fin a la vida de sus tres hijos: los dos que no habían sido vistos
jamás, y el que se había fugado. Nevil Jermyn murió defendiendo a su hijo de
dos años, cosa que consiguió, y cuyo asesinato entraba también, al parecer, en
las locas maquinaciones del anciano. El propio Robert, tras repetidos intentos
de suicidarse, y una obstinada negativa a pronunciar un solo sonido articulado,
murió de un ataque de apoplejía al segundo año de su reclusión.
Alfred Jermyn fue barón antes de
cumplir los cuatro años, pero sus gustos jamás estuvieron a la altura de su
título. A los veinte, se había unido a una banda de músicos, y a los treinta y
seis había abandonado a su mujer y a su hijo para enrolarse en un circo
ambulante americano. Su final fue repugnante de veras. Entre los animales del
espectáculo con el que viajaba, había un enorme gorila macho de color algo más
claro de lo normal; era un animal sorprendentemente tratable y de gran
popularidad entre los artistas de la compañía. Alfred Jermyn se sentía
fascinado por este gorila, y en muchas ocasiones los dos se quedaban mirándose
a los ojos largamente, a través de los barrotes. Finalmente, Jermyn consiguió
que le permitiesen adiestrar al animal asombrando a los espectadores y a sus
compañeros con sus éxitos. Una mañana, en Chicago, cuando el gorila y Alfred
Jermyn ensayaban un combate de boxeo muy ingenioso, el primero propinó al
segundo un golpe más fuerte de lo habitual, lastimándole el cuerpo y la
dignidad del domador aficionado. Los componentes de «El Mayor Espectáculo del
Mundo» prefieren no hablar de lo que siguió. No se esperaban el grito
escalofriante e inhumano que profirió Alfred, ni verlo agarrar a su torpe
antagonista con ambas manos, arrojarlo con fuerza contra el suelo de la jaula,
y morderlo furiosamente en la garganta peluda. Había cogido al gorila
desprevenido; pero éste no tardó en reaccionar; y antes de que el domador
oficial pudiese hacer nada, el cuerpo que había pertenecido a un barón había
quedado irreconocible.
II
Arthur Jermyn era hijo de Alfred
Jerrnyn y de una cantante de music-halI de origen desconocido. Cuando el marido
y padre abandonó a su familia, la madre llevó al niño a la Casa de los Jermyn,
donde no quedaba nadie que se opusiera a su presencia. No carecía ella de idea
sobre lo que debe ser la dignidad de un noble, y cuidó que su hijo recibiese la
mejor educación que su limitada fortuna le podía proporcionar. Los recursos
familiares eran ahora dolorosamente exiguos, y la Casa de !os Jermyn había
caído en penosa ruina; pero el joven Arthur amaba el viejo edificio con todo lo
que contenía. A diferencia de los Jermyn anteriores, era poeta y soñador.
Algunas de las familias de la vecindad que habían oído contar historias sobre
la invisible esposa portuguesa de Wade Jermyn afirmaban que estas aficiones
suyas revelaban su sangre latina; pero la mayoría de las personas se burlaban
de su sensibilidad ante la belleza, atribuyéndola a su madre cantante, a la que
no habían aceptado socialmente. La delicadeza poética de Arthur Jermyn era
mucho más notable si se tenía en cuenta su tosco aspecto personal. La mayoría
de los Jermyn había tenido una pinta sutilmente extraña y repelente; pero el
caso de Arthur era asombroso. Es difícil decir con precisión a qué se parecía;
no obstante, su expresión, su ángulo facial, y la longitud de sus brazos
producían una viva repugnancia en quienes lo veían por primera vez.
La inteligencia y el carácter de
Arthur Jermyn, sin embargo, compensaban su aspecto. Culto, y dotado de talento,
alcanzó los más altos honores en Oxford y parecía destinado a restituir la fama
de intelectual a la familia. Aunque de temperamento más poético que científico,
proyectaba continuar la obra de sus antepasados en arqueología y etnología
africanas, utilizando la prodigiosa aunque extraña colección de Wade. Llevado
de su mentalidad imaginativa, pensaba a menudo en la civilización prehistórica
en la que el explorador loco había creído absolutamente, y tejía relato tras
relato en torno a la silenciosa ciudad de la selva mencionada en las últimas y
más extravagantes anotaciones. Pues las brumosas palabras sobre una atroz y
desconocida raza de híbridos de la selva le producían un extraño sentimiento,
mezcla de terror y atracción, al especular sobre el posible fundamento de
semejante fantasía, y tratar de extraer alguna luz de los Jatos recogidos por
su bisabuelo y Samuel Seaton entre los onga.
En 1911, después de la muerte de
su madre, Arthur Jermyn decidió proseguir sus investigaciones hasta el final.
Vendió parte de sus propiedades a fin de obtener el dinero necesario, preparó
una expedición y zarpó con destino al Congo. Contrató a un grupo de guías con
ayuda de las autoridades belgas, y pasó un año en las regiones de Onga y
Kaliri, donde descubrió muchos más datos de lo que él se esperaba. Entre los
kaliri había un anciano jefe llamado Mwanu que poseía no sólo una gran memoria,
sino un grado de inteligencia excepcional, y un gran interés por las
tradiciones antiguas. Este anciano confirmó la historia que Jermyn había oído,
añadiendo su propio relato sobre la ciudad de piedra y los monos blancos, tal
como él la había oído contar.
Según Mwanu, la ciudad gris y las
criaturas híbridas habían desaparecido, aniquiladas por los belicosos n’bangus,
hacía muchos años. Esta tribu, después de destruir la mayor parte de los
edificios y matar a todos los seres vivientes, se había llevado a la diosa
disecada que había sido el objeto de la incursión: la diosa-mono blanca a la
que adoraban los extraños seres, y cuyo cuerpo atribuían las tradiciones del
Congo a la que había reinado como princesa entre ellos. Mwanu no tenía idea del
aspecto que debieron de tener aquellas criaturas blancas y simiescas; pero
estaba convencido de que eran ellas quienes habían construido la ciudad en
ruinas. Jermyn no pudo formarse una opinión clara; sin embargo, después de
numerosas preguntas, consiguió una pintoresca leyenda sobre la diosa disecada.
La princesa-mono, se decía, se
convirtió en esposa de un gran dios blanco llegado de Occidente. Durante mucho
tiempo, reinaron juntos en la ciudad; pero al nacerles un hijo, se marcharon de
la región. Más tarde, el dios y la princesa habían regresado; y a la muerte de
ella, su divino esposo había ordenado momificar su cuerpo, entronizándolo en
una inmensa construcción de piedra, donde fue adorado. Luego volvió a marcharse
solo. La leyenda presentaba aquí tres variantes. Según una de ellas, no ocurrió
nada más, salvo que la diosa disecada se convirtió en símbolo de supremacía
para la tribu que la poseyera. Este era el motivo por el que los n’bangus se
habían apoderado de ella. Una segunda versión aludía al regreso del dios, y su
muerte a los pies de la entronizada esposa. En cuanto a la tercera, hablaba del
retorno del hijo, ya hombre -o mono, o dios, según el caso-, aunque ignorante
de su identidad. Sin duda los imaginativos negros habían sacado el máximo
partido de lo que subyacía debajo de tan extravagante leyenda, fuera lo que fuese.
Arthur Jermyn no dudó ya de la
existencia de la ciudad que el viejo Wade había descrito; y no se extrañó
cuando, a principios de 1912, dio con lo que quedaba de ella. Comprobó que se
habían exagerado sus dimensiones, pero las piedras esparcidas probaban que no
se trataba de un simple poblado negro. Por desgracia, no consiguió encontrar
representaciones escultóricas, y lo exiguo de la expedición impidió emprender
el trabajo de despejar el único pasadizo visible que parecía conducir a cierto
sistema de criptas que Wade mencionaba. Preguntó a todos los jefes nativos de
la región acerca de los monos blancos y la diosa momificada, pero fue un
europeo quien pudo ampliarle los datos que le había proporcionado el viejo
Mwanu. Un agente belga de una factoría del Congo, M. Verhaeren, creía que podía
no sólo localizar, sino conseguir también a la diosa momificada, de la que
había oído hablar vagamente, dado que los en otro tiempo poderosos n’bangus
eran ahora sumisos siervos del gobierno del rey Alberto, y sin mucho esfuerzo
podría convencerlos para que se desprendiesen de la horrenda deidad de la que
se habían apoderado. Así que, cuando Jermyn zarpó para Inglaterra, lo hizo con
la gozosa esperanza de que, en espacio de unos meses, podría recibir la
inestimable reliquia etnológica que confirmaría la más extravagante de las
historias de su antecesor, que era la más disparatada de cuantas él había oído.
Pero quizá los campesinos que vivían en la vecindad de !a Casa de los Jermyn
habían oído historias más extravagantes aún a Wade, alrededor de las mesas del
Knight’s Head.
Arthur Jermyn aguardó
pacientemente la esperada caja de M. Verhaeren, estudiando entretanto con
creciente interés los manuscritos dejados por su loco antepasado. Empezaba a
sentirse cada vez más identificado con Wade, y buscaba vestigios de su vida
personal en Inglaterra, así como de sus hazañas africanas. Los relatos orales
sobre la misteriosa y recluida esposa eran numerosos, pero no quedaba ninguna
prueba tangible de su estancia en la Mansión Jermyn. Jermyn se preguntaba qué
circunstancias pudieron propiciar o permitir semejante desaparición, y supuso
que la principal debió de ser la enajenación mental del marido. Recordaba que
se decía que la madre de su tatarabuelo fue hija de un comerciante portugués
establecido en África. Indudablemente, el sentido práctico heredado de su
padre, y su conocimiento superficial del Continente Negro, lo habían movido a
burlarse de las historias que contaba Wade sobre el interior; y eso era algo
que un hombre como él no debió de olvidar. Ella había muerto en África, adonde
sin duda su marido la llevó a la fuerza, decidido a probar lo que decía. Pero
cada vez que Jermyn se sumía en estas reflexiones, no podía por menos de
sonreír ante su futilidad, siglo y medio después de la muerte de sus extraños
antecesores.
En junio de 1913 le llegó una
carta de M. Verhaeren en la que le notificaba que había encontrado la diosa
disecada. Se trataba, decía el belga, de un objeto de lo más extraordinario; un
objeto imposible de clasificar para un profano. Sólo un científico podía
determinar si se trataba de un simio o de un ser humano; y aun así, su
clasificación sería muy difícil dado su estado de deterioro. El tiempo y el
clima del Congo no son favorables para las momias; especialmente cuando
consisten en preparaciones de aficionados, como parecía ocurrir en este caso.
Alrededor del cuello de la criatura se había encontrado una cadena de oro que
sostenía un relicario vacío con adornos nobiliarios; sin duda, recuerdo de
algún infortunado viajero, a quien debieron de arrebatárselo los n’bangus para
colgárselo a la diosa en el cuello, a modo de talismán. Comentando las
facciones de la diosa, M. Verhaeren hacía una fantástica comparación; o más
bien aludía con humor a lo mucho que iba a sorprenderle a su corresponsal; pero
estaba demasiado interesado científicamente para extenderse en trivialidades.
La diosa momificada, anunciaba, llegaría debidamente embalada, un mes después
de la carta.
El envío fue recibido en Casa de
los Jermyn la tarde del 3 de agosto de 1913, siendo trasladado inmediatamente a
la gran sala que alojaba la colección de ejemplares africanos, tal como fueran
ordenados por Robert y Arthur. Lo que sucedió a continuación puede deducirse de
lo que contaron los criados, y de los objetos y documentos examinados después.
De las diversas versiones, la del mayordomo de la familia, el anciano Soames,
es la más amplia y coherente. Según este fiel servidor, Arthur ordenó que se
retirase todo el mundo de la habitación, antes de abrir la caja; aunque el
inmediato ruido del martillo y el escoplo indicó que no había decidido aplazar
la tarea. Durante un rato no se escuchó nada más; Soames no podía precisar
cuánto tiempo; pero menos de un cuarto de hora después, desde luego, oyó un
horrible alarido, cuya voz pertenecía inequívocamente a Jermyn. Acto seguido,
salió Jermyn de la estancia y echó a correr como un loco en dirección a la
entrada, como perseguido por algún espantoso enemigo. La expresión de su rostro
-un rostro bastante horrible ya de por sí- era indescriptible. Al llegar a la
puerta, pareció ocurrírsele una idea; dio media vuelta, echó a correr y
desapareció finalmente por la escalera del sótano. Los criados se quedaron en
lo alto mirando estupefactos; pero el señor no regresó. Les llegó, eso sí, un
olor a petróleo. Ya de noche oyeron el ruido de la puerta que comunicaba el
sótano con el patio; y el mozo de cuadra vio salir furtivamente a Arthur
Jermyn, todo reluciente de petróleo, y desaparecer hacia el negro páramo que
rodeaba la casa. Luego, en una exaltación de supremo horror, presenciaron todos
el final. Surgió una chispa en el páramo, se elevó una llama, y una columna de
fuego humano alcanzó los cielos. La estirpe de los Jermyn había dejado de
existir.
La razón por la que no se recogieron
los restos carbonizados de Arthur Jermyn para enterrarlos está en lo que
encontraron después; sobre todo, en el objeto de la caja. La diosa disecada
constituía una visión nauseabunda, arrugada y consumida; pero era claramente un
mono blanco momificado, de especie desconocida, menos peludo que ninguna de las
variedades registradas e infinitamente más próximo al ser humano...
asombrosamente próximo. Su descripción detallada resultaría sumamente
desagradable; pero hay dos detalles que merecen mencionarse, ya que encajan
espantosamente con ciertas notas de Wade Jermyn sobre las expediciones
africanas, y con 1as leyendas congoleñas sobre el dios blanco y la
princesa-mono. Los dos detalles en cuestión son estos: las armas nobiliarias
del relicario de oro que dicha criatura llevaba en el cuello eran las de los
Jermyn, y la jocosa alusión de M. Verhaeren a cierto parecido que le recordaba
el apergaminado rostro, se ajustaba con vívido, espantoso e intenso horror,
nada menos que al del sensible Arthur Jermyn, hijo del tataranieto de Wade
Jermyn y de su desconocida esposa. Los miembros del Real Instituto de
Antropología quemaron aquel ser, arrojaron el relicario a un pozo, y algunos de
ellos niegan que Arthur Jermyn haya existido jamás.
FIN